jueves, 25 de febrero de 2016

ISRAEL EN EL NUEVO TESTAMENTO

Por, Mag. Israel Osorio


El sustantivo Israel aparece en el N.T. alrededor de 65 veces. Esta es una cantidad muy ínfima en relación con el A.T. donde aparece más de 2.500 veces.

Este nombre hace referencia muy a menudo a los descendientes de las doce tribus de Jacob. En el N.T. suele tener varias designaciones, como ser: “casa de Israel” (Mt 10:6; 15:24; Hch 2:36), “pueblo de Israel” (Hch 4:10; 13:24), “hijos de Israel” (Mt 27:9; Lc 1:16; Hch 5:21), “Israel” (Lc 2:34; Ro 10:1; 9:6), “Israelitas” (Hch 5:35; Ro 9:4), “doce tribus de Israel” (Mt 19:28; Lc 22:30; Hch 26:7), “Estado de Israel” (Ef 2:12), “linaje de Israel” (Fil 3:5; Hch 13:26), “Descendencia de Abraham” (Ro 9:7; 11:1), “judíos” (Lc 7:3; Hch 10:22; Gl 3:15). También se usa la frase: “Israel de Dios” (Gl 3:16).

El N.T. habla tanto de “Israel según la carne” como del Israel espiritual, personas para las cuales no es requisito indispensable ser descendientes naturales de Abraham para participar de la promesa hecha a este gran hombre de fe. Sin embargo, Pablo expone, tanto en el contexto mediato como en el inmediato de su carta a los Gálatas, el requisito sin el cual nadie puede acceder a las bendiciones prometidas, este requisito es pertenecer a la descendencia de Abraham teniendo fe en Cristo Jesús quien es la “simiente” prometida y fundamento de la bendiciones prometidas por Dios a Abraham. Así el apóstol pablo al usar la expresión “Israel de Dios” muestra que no está relacionada con ser un descendiente circunciso de Abraham o no (Gl 6:15-16).

La misión de Israel en principio era la misma que Dios le había encomendado a Abraham, esto es, ser una bendición para todas las naciones. Con ello se puso en movimiento un proceso de salvación cuyo objetivo principal era dar a conocer al mundo el conocimiento del verdadero Dios.

Para llevar adelante este cometido Israel contó con la ayuda divina necesaria para que cada integrante del pueblo pudiera liberarse constantemente de la angustia provocada por la vivencia cotidiana del pecado. Con ello se estaba dando un gran paso en el proceso histórico-salvífico que los entendidos denominan “Historia de salvación”. Realmente esta era como una fase nueva en ese gran designio salvífico de Dios pues Él ya había transmitido en su obra creadora el mensaje que revelaba su presencia y donde cada individuo podía descubrir los signos inequívocos de su existencia y de su amor ( Ro 1:19-20).

En esta nueva fase, al patriarca Abraham Dios le concedió la gracia de que su familia se convirtiera en una gran nación. Esa nación fue llamada “la congregación en el desierto” (Hch 7:38)[1]. Sus miembros eran considerados “un reino de sacerdotes y gente santa” (Ex 19:6).

Dios lo colocó en el lugar que más tardes se llamó “Palestina” en el centro de grandes civilizaciones del mundo, en las inmediaciones de tres grandes continentes: Europa, Asia y África. Allí, este pueblo había de dar testimonio a las naciones e invitarlas a unirse a ellos para integrar el pueblo de Dios, para adorar y aprender acerca del Dios verdadero (Is 56:7) pero Israel no cumplió con el cometido de llegar a ser la grande Iglesia del mundo, y pronto se involucró en la idolatría y el orgullo, la auto-exaltación y el nacionalismo a ultranza y no cumplió su misión. Los escritos del N.T. reconocen la situación privilegiada del pueblo de Israel pero condenan su cerrazón, al empeñarse en convertir la Ley en medio de salvación. El pueblo hebreo quiso merecer la salvación, aferrándose a las obras de la Ley, y en eso consistió su gran equivocación pues esto generó en ellos un engreimiento colectivo que lo separó de su sintonía con Dios de tal manera que se hace incapaz de responder a las exigencias de la fe que había distinguido al gran patriarca Abraham. Esta actitud errada del pueblo de Israel es denunciada sin ambages por el N.T. y sobre todo por los escritos paulinos. Estos condenan el empeño israelita en querer convertir la Ley en vehículo de salvación. Pablo admite que la Ley tiene un papel sublime, pues gracias a ella el hombre puede tomar conciencia de pecado y servir de ayo para llevar al hombre a Cristo (Rm 7:7; Gl 3:24).

Pablo sin ser antinomista, defiende ampliamente la tesis de que la salvación no depende de las obras de la Ley. Según el apóstol, Israel se equivocó puesto que el fundamento último del designio salvífico de Dios siempre estuvo vinculado con la “promesa” cuya realización plena es Cristo Jesús (Ro 9,8; Gl 3:18-29).

Parece claro por lo que afirma el N.T. que la comunidad de los creyentes en Jesús sin importar su origen ya sea judío o gentil es la que se considera como el nuevo Israel del N.T., la descendencia de Abraham. Todos los que pertenecen a Cristo son hijos de Abraham y herederos según la promesa (Gl 3:29) todos cuantos son de la fe en Cristo estos son hijos de Abraham (Gl 3:7), el argumento paulino goza de mucha rigurosidad lógica: todo aquel que es de la fe de Jesucristo es hijo de Abraham, Abraham es el dueño de la promesa, por tanto, el que es hijo de Abraham es heredero de la promesa.

El ser descendiente de Abraham no lo determina la descendencia física sino la espiritual (comp. Rm 2:28-29; 9.8), es solamente por la fe en Cristo que los pueblos del mundo llegan a ser hijos de Abraham, y sin importar la raza de donde provengan son bendecidos con él y heredan la promesa. Es por la fe pues, que las dos comunidades, la veterotestamentaria y la neotestamentaria llegan a ser una sola.

En Cristo Jesús tanto la antigua dispensación como la nueva convergen en una y se unifican. “Cristo es nuestra paz, que de ambos[2] pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (Ef 2.14).

La gracia de Dios ha cerrado el abismo que mediaba entre judíos y gentiles y de este modo se lleva a cabo el propósito de unidad que originalmente Dios había tenido para todos los seres humanos. En la antigua economía o dispensación los gentiles estaban separados, fuera de la comunidad del pueblo de Dios, excepto unos pocos gentiles prosélitos quienes aun así no estaban exentos del temor de ser considerados extraños.

En la nueva dispensación las cosas han tomado una nueva forma, parece haberse invertido el Fenómeno, ya que el cristiano tiende a rechazar al judío olvidando la deuda que el cristianismo tiene por la preservación que ellos hicieron durante muchos siglos de esas promesas veterotestamentarias que ahora han tenido su cumplimiento en Cristo. Por tanto en vez del rechazo debemos incrementar más nuestro amor hacia ellos y motivar en nosotros el deseo de que lleguen a conocer al Mesías en la persona del señor Jesucristo eliminando las barreras que impiden que puedan ser atraídos y alcanzados por la gracia y el poder redentor de Dios. Privilegios estos que habían sido prometidos al antiguo Israel y que hoy son logrados por la sangre de Cristo y hechos realidades concretas en la iglesia del N.T., en la cual Dios ha querido que se limen las asperezas y se derriben las barreras que dividen a la humanidad de tal manera que pueda reinar la paz y la fraternidad. San Pablo afirma que “Cristo es nuestra paz”, Él no meramente compró la paz en la cruz sino que Él mismo es la esencia de la paz, es más, es el Príncipe de paz. En él se restauran los lazos de amistad y compañerismo con Dios y con los hombres y esta experiencia ha producido lo que el N.T. llama “un solo cuerpo”, el cual es la iglesia del Señor. El N.T. en general y Pablo en particular, da una importancia excepcional al amor (agape), llegando a señalar con él la decisión soberana de Dios de entablar con su iglesia un nexo y una relación muy semejante a la que se establece entre marido y mujer ( Ef 5:22-24). El punto de arranque del concepto encerrado en esta metáfora se origina en la relación del Israel del Antiguo Testamento (Rm 9:1-13) y que se hace extensivo a la iglesia (Rm 9:24-26; Ef 3:19).

Hubo un tiempo en el que los judíos eran el pueblo santo, ciudadanos de la ciudad de Dios y los receptores de las promesas y privilegios que estaban implicados en su gran llamamiento por parte de Dios, y los gentiles estaban excluidos de participar en forma directa de dichos privilegios. Pero esta ya no es la situación, sino que los creyentes gentiles forman parte del “Nuevo Israel” (Gl 6:16), ya no son “extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Ef 2:19).

Cuantos aceptan la obra de Cristo constituyen el verdadero Israel de Dios, forman el Israel según el Espíritu, en contraposición con el Israel según la carne (Ro 9:6; Gl 6:16; Ef 2:12; He 8:8-10; 1 Co 10:18). La primera comunidad cristiana forjó su propia conciencia de pueblo sabiéndose llamada a heredar las promesas hechas por Dios al antiguo Israel. El judaísmo veterotestamentario había asociado tales promesas con la instauración del reino mesiánico. Esto explica que los primeros cristianos asociaron toda su reflexión cristológica con la idea del Reino, que sin embargo, por otra parte, se les presentaba como de algún modo ya instaurado al menos dentro de sus propias comunidades

Al antiguo Israel se le había dicho: “... vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos... y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (Ex 19:5-6). Ahora, en el N.T., los dos pueblos fusionados por la fe en Cristo Jesús, conforman la iglesia y gozan y comparten los mismos privilegios de la misma promesa, San Pedro afirma: “más vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios...” (1 P 2:9), este es el gran resultado de la obra de Cristo en la cruz. Pablo nos dice: “porque Él es nuestra paz, que de ambos pueblos, hizo uno...”, también dice: “porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Ef 2:14,18).

El profesor Fernando Mosquera en su comentario a la carta a los Efesios afirma que los gentiles son coherederos juntamente con los judíos y son miembros del mismo cuerpo y copartícipes de las promesas del evangelio en Jesucristo. Y que la exclusividad judía queda proscrita y el proyecto soteriológico de Dios queda definitivamente expedito en su alcance universal. De esta manera, prosigue Mosquera, los gentiles llegaran a ser pueblo de Yahweh, pueblo del Dios altísimo. Y este es el cumplimiento cabal y total de la misión encomendada a Israel. La iglesia es un lugar de encuentro: el mundo gentil se encuentra con el mundo judío. Judíos y gentiles se encuentran en la cruz y forman ahora una nueva comunidad: la iglesia del Señor Jesucristo[3].

Parece que el profesor Mosquera tiene razón cuando afirma que la exclusividad judía queda proscrita y que en Cristo emerge una nueva comunidad; pues evidentemente Pablo, tal vez a propósito, usa el adjetivo “nuevo” ( y no ) para describir la nueva realidad eclesial. El adjetivo “kainós” denota algo nuevo en cualidad y en calidad. La iglesia del Señor compuesta de judíos y gentiles reconciliados por la fe en Cristo Jesús, conforman un pueblo de mejor calidad y cualidad que el judío solo.

Parece claro, por lo que venimos diciendo, que la relación propuesta por el N.T. en la frase paulina: “en Cristo”, es la clave para entender el cumplimiento de las promesas veterotestamentarias que a veces están ligadas a realidades concretas pero que ahora “en Cristo” son trascendidas y universalizadas para alcanzar la significación y el cumplimiento de lo que “los santos hombres de Dios inspirados por el Espíritu Santo”, con su mirada profética barruntaron y anticiparon que serían las bendiciones para las naciones del mundo y no sólo para una sola nación, Israel, ni tampoco para un solo pueblo, el judío. Sino como bien se le dijo a Abraham: “en ti serán benditas todas las naciones del mundo”.

Podemos afirmar que con la manifestación de Jesús en el escenario del mundo, Israel se encontró en una encrucijada y su banca rota espiritual se hizo evidente al crucificar a Cristo. Hay evidencias suficientes para afirmar que según el N.T. la cruz señaló el fin de la misión de Israel y la resurrección de Cristo por su parte, inauguró la iglesia cristiana y su misión en el mundo. La iglesia del N.T. está íntimamente vinculada con la comunidad de la fe del antiguo Israel y está compuesta tanto de judíos convertidos como por gentiles que creen en Jesucristo. Pablo ilustra esta nueva realidad orgánica de esos dos pueblos distintos con un olivo genuino al cual se le han injertado las ramas de un olivo silvestre. Estos dos árboles simbolizan al pueblo de Israel y al gentil respectivamente, fusionados para integrar la iglesia, una nueva organización separada y que trasciende los límites de la nación de Israel y que toma características universales y misioneras para llevar a cabo el plan original de Dios de que en Cristo, la simiente de Abraham, fueran benditas todas las naciones de la tierra. Según lo expresa San Pablo la promesa hecha por Dios a Abraham trasciende los límites de la antigua nación de Israel para alcanzar un cumplimiento cósmico que abarca la creación entera. Este es el cumplimiento que avizoraban los profetas del A.T. y que ya ha comenzado con la obra de Cristo pero que tiene una dilación escatológica hasta el momento en que el reino de Dios sea definitivamente implantado.



[1] Literalmente “la iglesia en el desierto”: El autor de Hechos en el pasaje citado está reteniendo el sentido que la versión de los LXX tiene al traducir el hebreo Gáhál por ekklesia y que significa “reunión”, “asamblea”, “congregación”, etc. El N.T. amplía un poco el sentido del término y designa una congregación local en la casa de un individuo (1 Co 16:19; Col 4:15), un grupo de congregaciones en una zona geográfica específica (Hch 9:31), todos los creyentes esparcidos por todo el mundo (Mt 16:18; 1 Co 10:32) o todo el cuerpo de creyentes y la creación fiel en la tierra y en el cielo (Ef 1:20-22; He 12:23).   
[2] Es evidentemente claro por el contexto inmediatamente precedente que los dos pueblos aquí son el pueblo judío y el pueblo gentil los cuales en Cristo Jesús son fundidos en uno solo para conformar el cuerpo de cristo y la suma total de todos los creyentes. 
[3] Mosquera Fernando A., Exposición de Efesios. La iglesia Como Comunidad Alternativa, 119, 122, 123, 125.  

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