ISRAEL EN EL NUEVO TESTAMENTO
Por, Mag. Israel Osorio
El
sustantivo Israel aparece en el N.T. alrededor de 65 veces. Esta es una
cantidad muy ínfima en relación con el A.T. donde aparece más de 2.500 veces.
Este
nombre hace referencia muy a menudo a los descendientes de las doce tribus de
Jacob. En el N.T. suele tener varias designaciones, como ser: “casa de Israel”
(Mt 10:6; 15:24; Hch 2:36), “pueblo de Israel” (Hch 4:10; 13:24), “hijos de
Israel” (Mt 27:9; Lc 1:16; Hch 5:21), “Israel” (Lc 2:34; Ro 10:1; 9:6),
“Israelitas” (Hch 5:35; Ro 9:4), “doce tribus de Israel” (Mt 19:28; Lc 22:30;
Hch 26:7), “Estado de Israel” (Ef 2:12), “linaje de Israel” (Fil 3:5; Hch
13:26), “Descendencia de Abraham” (Ro 9:7; 11:1), “judíos” (Lc 7:3; Hch 10:22;
Gl 3:15). También se usa la frase: “Israel de Dios” (Gl 3:16).
El
N.T. habla tanto de “Israel según la carne” como del Israel espiritual,
personas para las cuales no es requisito indispensable ser descendientes
naturales de Abraham para participar de la promesa hecha a este gran hombre de
fe. Sin embargo, Pablo expone, tanto en el contexto mediato como en el inmediato
de su carta a los Gálatas, el requisito sin el cual nadie puede acceder a las
bendiciones prometidas, este requisito es pertenecer a la descendencia de
Abraham teniendo fe en Cristo Jesús quien es la “simiente” prometida y
fundamento de la bendiciones prometidas por Dios a Abraham. Así el apóstol
pablo al usar la expresión “Israel de Dios” muestra que no está relacionada con
ser un descendiente circunciso de Abraham o no (Gl 6:15-16).
La
misión de Israel en principio era la misma que Dios le había encomendado a
Abraham, esto es, ser una bendición para todas las naciones. Con ello se puso
en movimiento un proceso de salvación cuyo objetivo principal era dar a conocer
al mundo el conocimiento del verdadero Dios.
Para
llevar adelante este cometido Israel contó con la ayuda divina necesaria para
que cada integrante del pueblo pudiera liberarse constantemente de la angustia
provocada por la vivencia cotidiana del pecado. Con ello se estaba dando un
gran paso en el proceso histórico-salvífico que los entendidos denominan
“Historia de salvación”. Realmente esta era como una fase nueva en ese gran
designio salvífico de Dios pues Él ya había transmitido en su obra creadora el
mensaje que revelaba su presencia y donde cada individuo podía descubrir los
signos inequívocos de su existencia y de su amor ( Ro 1:19-20).
En
esta nueva fase, al patriarca Abraham Dios le concedió la gracia de que su
familia se convirtiera en una gran nación. Esa nación fue llamada “la
congregación en el desierto” (Hch 7:38)[1]. Sus miembros eran
considerados “un reino de sacerdotes y gente santa” (Ex 19:6).
Dios
lo colocó en el lugar que más tardes se llamó “Palestina” en el centro de
grandes civilizaciones del mundo, en las inmediaciones de tres grandes
continentes: Europa, Asia y África. Allí, este pueblo había de dar testimonio a
las naciones e invitarlas a unirse a ellos para integrar el pueblo de Dios,
para adorar y aprender acerca del Dios verdadero (Is 56:7) pero Israel no
cumplió con el cometido de llegar a ser la grande Iglesia del mundo, y pronto
se involucró en la idolatría y el orgullo, la auto-exaltación y el nacionalismo
a ultranza y no cumplió su misión. Los escritos del N.T. reconocen la situación
privilegiada del pueblo de Israel pero condenan su cerrazón, al empeñarse en
convertir la Ley en medio de salvación. El pueblo hebreo quiso merecer la
salvación, aferrándose a las obras de la Ley, y en eso consistió su gran
equivocación pues esto generó en ellos un engreimiento colectivo que lo separó
de su sintonía con Dios de tal manera que se hace incapaz de responder a las
exigencias de la fe que había distinguido al gran patriarca Abraham. Esta
actitud errada del pueblo de Israel es denunciada sin ambages por el N.T. y
sobre todo por los escritos paulinos. Estos condenan el empeño israelita en
querer convertir la Ley en vehículo de salvación. Pablo admite que la Ley tiene
un papel sublime, pues gracias a ella el hombre puede tomar conciencia de
pecado y servir de ayo para llevar al hombre a Cristo (Rm 7:7; Gl 3:24).
Pablo
sin ser antinomista, defiende ampliamente la tesis de que la salvación no
depende de las obras de la Ley. Según el apóstol, Israel se equivocó puesto que
el fundamento último del designio salvífico de Dios siempre estuvo vinculado
con la “promesa” cuya realización plena es Cristo Jesús (Ro 9,8; Gl 3:18-29).
Parece
claro por lo que afirma el N.T. que la comunidad de los creyentes en Jesús sin
importar su origen ya sea judío o gentil es la que se considera como el nuevo
Israel del N.T., la descendencia de Abraham. Todos los que pertenecen a Cristo
son hijos de Abraham y herederos según la promesa (Gl 3:29) todos cuantos son
de la fe en Cristo estos son hijos de Abraham (Gl 3:7), el argumento paulino
goza de mucha rigurosidad lógica: todo aquel que es de la fe de Jesucristo es
hijo de Abraham, Abraham es el dueño de la promesa, por tanto, el que es hijo
de Abraham es heredero de la promesa.
El
ser descendiente de Abraham no lo determina la descendencia física sino la
espiritual (comp. Rm 2:28-29; 9.8), es solamente por la fe en Cristo que los
pueblos del mundo llegan a ser hijos de Abraham, y sin importar la raza de
donde provengan son bendecidos con él y heredan la promesa. Es por la fe pues,
que las dos comunidades, la veterotestamentaria y la neotestamentaria llegan a
ser una sola.
En
Cristo Jesús tanto la antigua dispensación como la nueva convergen en una y se
unifican. “Cristo es nuestra paz, que de ambos[2] pueblos hizo uno,
derribando la pared intermedia de separación” (Ef 2.14).
La
gracia de Dios ha cerrado el abismo que mediaba entre judíos y gentiles y de
este modo se lleva a cabo el propósito de unidad que originalmente Dios había
tenido para todos los seres humanos. En la antigua economía o dispensación los
gentiles estaban separados, fuera de la comunidad del pueblo de Dios, excepto
unos pocos gentiles prosélitos quienes aun así no estaban exentos del temor de
ser considerados extraños.
En
la nueva dispensación las cosas han tomado una nueva forma, parece haberse
invertido el Fenómeno, ya que el cristiano tiende a rechazar al judío olvidando
la deuda que el cristianismo tiene por la preservación que ellos hicieron
durante muchos siglos de esas promesas veterotestamentarias que ahora han
tenido su cumplimiento en Cristo. Por tanto en vez del rechazo debemos
incrementar más nuestro amor hacia ellos y motivar en nosotros el deseo de que
lleguen a conocer al Mesías en la persona del señor Jesucristo eliminando las
barreras que impiden que puedan ser atraídos y alcanzados por la gracia y el
poder redentor de Dios. Privilegios estos que habían sido prometidos al antiguo
Israel y que hoy son logrados por la sangre de Cristo y hechos realidades
concretas en la iglesia del N.T., en la cual Dios ha querido que se limen las
asperezas y se derriben las barreras que dividen a la humanidad de tal manera
que pueda reinar la paz y la fraternidad. San Pablo afirma que “Cristo es
nuestra paz”, Él no meramente compró la paz en la cruz sino que Él mismo es la
esencia de la paz, es más, es el Príncipe de paz. En él se restauran los lazos
de amistad y compañerismo con Dios y con los hombres y esta experiencia ha
producido lo que el N.T. llama “un solo cuerpo”, el cual es la iglesia del
Señor. El N.T. en general y Pablo en particular, da una importancia excepcional
al amor (agape), llegando a señalar con él la decisión soberana de Dios de
entablar con su iglesia un nexo y una relación muy semejante a la que se
establece entre marido y mujer ( Ef 5:22-24). El punto de arranque del concepto
encerrado en esta metáfora se origina en la relación del Israel del Antiguo
Testamento (Rm 9:1-13) y que se hace extensivo a la iglesia (Rm 9:24-26; Ef
3:19).
Hubo
un tiempo en el que los judíos eran el pueblo santo, ciudadanos de la ciudad de
Dios y los receptores de las promesas y privilegios que estaban implicados en
su gran llamamiento por parte de Dios, y los gentiles estaban excluidos de
participar en forma directa de dichos privilegios. Pero esta ya no es la
situación, sino que los creyentes gentiles forman parte del “Nuevo Israel” (Gl
6:16), ya no son “extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos,
y miembros de la familia de Dios” (Ef 2:19).
Cuantos
aceptan la obra de Cristo constituyen el verdadero Israel de Dios, forman el
Israel según el Espíritu, en contraposición con el Israel según la carne (Ro
9:6; Gl 6:16; Ef 2:12; He 8:8-10; 1 Co 10:18). La primera comunidad cristiana
forjó su propia conciencia de pueblo sabiéndose llamada a heredar las promesas
hechas por Dios al antiguo Israel. El judaísmo veterotestamentario había
asociado tales promesas con la instauración del reino mesiánico. Esto explica
que los primeros cristianos asociaron toda su reflexión cristológica con la
idea del Reino, que sin embargo, por otra parte, se les presentaba como de
algún modo ya instaurado al menos dentro de sus propias comunidades
Al
antiguo Israel se le había dicho: “... vosotros seréis mi especial tesoro sobre
todos los pueblos... y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente
santa” (Ex 19:5-6). Ahora, en el N.T., los dos pueblos fusionados por la fe en
Cristo Jesús, conforman la iglesia y gozan y comparten los mismos privilegios
de la misma promesa, San Pedro afirma: “más vosotros sois linaje escogido, real
sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios...” (1 P 2:9), este es el
gran resultado de la obra de Cristo en la cruz. Pablo nos dice: “porque Él es
nuestra paz, que de ambos pueblos, hizo uno...”, también dice: “porque por
medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al
Padre” (Ef 2:14,18).
El
profesor Fernando Mosquera en su comentario a la carta a los Efesios afirma que
los gentiles son coherederos juntamente con los judíos y son miembros del mismo
cuerpo y copartícipes de las promesas del evangelio en Jesucristo. Y que la
exclusividad judía queda proscrita y el proyecto soteriológico de Dios queda
definitivamente expedito en su alcance universal. De esta manera, prosigue
Mosquera, los gentiles llegaran a ser pueblo de Yahweh, pueblo del Dios
altísimo. Y este es el cumplimiento cabal y total de la misión encomendada a
Israel. La iglesia es un lugar de encuentro: el mundo gentil se encuentra con
el mundo judío. Judíos y gentiles se encuentran en la cruz y forman ahora una
nueva comunidad: la iglesia del Señor Jesucristo[3].
Parece
que el profesor Mosquera tiene razón cuando afirma que la exclusividad judía
queda proscrita y que en Cristo emerge una nueva comunidad; pues evidentemente
Pablo, tal vez a propósito, usa el adjetivo “nuevo” ( y no ) para describir la
nueva realidad eclesial. El adjetivo “kainós”
denota algo nuevo en cualidad y en calidad. La iglesia del Señor compuesta de
judíos y gentiles reconciliados por la fe en Cristo Jesús, conforman un pueblo
de mejor calidad y cualidad que el judío solo.
Parece
claro, por lo que venimos diciendo, que la relación propuesta por el N.T. en la
frase paulina: “en Cristo”, es la clave para entender el cumplimiento de las
promesas veterotestamentarias que a veces están ligadas a realidades concretas
pero que ahora “en Cristo” son trascendidas y universalizadas para alcanzar la
significación y el cumplimiento de lo que “los santos hombres de Dios
inspirados por el Espíritu Santo”, con su mirada profética barruntaron y
anticiparon que serían las bendiciones para las naciones del mundo y no sólo
para una sola nación, Israel, ni tampoco para un solo pueblo, el judío. Sino
como bien se le dijo a Abraham: “en ti serán benditas todas las naciones del
mundo”.
Podemos
afirmar que con la manifestación de Jesús en el escenario del mundo, Israel se
encontró en una encrucijada y su banca rota espiritual se hizo evidente al
crucificar a Cristo. Hay evidencias suficientes para afirmar que según el N.T.
la cruz señaló el fin de la misión de Israel y la resurrección de Cristo por su
parte, inauguró la iglesia cristiana y su misión en el mundo. La iglesia del
N.T. está íntimamente vinculada con la comunidad de la fe del antiguo Israel y
está compuesta tanto de judíos convertidos como por gentiles que creen en
Jesucristo. Pablo ilustra esta nueva realidad orgánica de esos dos pueblos
distintos con un olivo genuino al cual se le han injertado las ramas de un
olivo silvestre. Estos dos árboles simbolizan al pueblo de Israel y al gentil
respectivamente, fusionados para integrar la iglesia, una nueva organización
separada y que trasciende los límites de la nación de Israel y que toma
características universales y misioneras para llevar a cabo el plan original de
Dios de que en Cristo, la simiente de Abraham, fueran benditas todas las
naciones de la tierra. Según lo expresa San Pablo la promesa hecha por Dios a
Abraham trasciende los límites de la antigua nación de Israel para alcanzar un
cumplimiento cósmico que abarca la creación entera. Este es el cumplimiento que
avizoraban los profetas del A.T. y que ya ha comenzado con la obra de Cristo
pero que tiene una dilación escatológica hasta el momento en que el reino de
Dios sea definitivamente implantado.
[1] Literalmente “la iglesia en el desierto”: El
autor de Hechos en el pasaje citado está reteniendo el sentido que la versión
de los LXX tiene al traducir el hebreo Gáhál por ekklesia y que significa
“reunión”, “asamblea”, “congregación”, etc. El N.T. amplía un poco el sentido
del término y designa una congregación local en la casa de un individuo (1 Co
16:19; Col 4:15), un grupo de congregaciones en una zona geográfica específica
(Hch 9:31), todos los creyentes esparcidos por todo el mundo (Mt 16:18; 1 Co
10:32) o todo el cuerpo de creyentes y la creación fiel en la tierra y en el
cielo (Ef 1:20-22; He 12:23).
[2]
Es evidentemente claro por el contexto inmediatamente precedente que los dos
pueblos aquí son el pueblo judío y el pueblo gentil los cuales en Cristo Jesús
son fundidos en uno solo para conformar el cuerpo de cristo y la suma total de
todos los creyentes.
[3]
Mosquera Fernando A., Exposición de Efesios. La iglesia Como Comunidad
Alternativa, 119, 122, 123, 125.